A mi dilecto amigo, con esperanza

 

Figuras familiares en la niñez. Fulgencio Saura Mira

A mi dilecto amigo, con esperanza

 

(En tus ojos cansados aún brilla la fe,

y en los de ella, la luz que no se apaga.

Este poema es mi abrazo:

porque el amor, cuando es verdadero,

también sana.)

  

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I. El recuerdo y la juventud

 

Qué poco dura el bien, dice el amigo,

y mira a su amada como fue un día:

la colegiala, risa, sol y abrigo,

la llama aún con voz de poesía.

 

Aún a mi edad —suspira entre temblores—

la veo como entonces, tan cercana,

con su vestido azul y sus colores

que aún arden en mi alma veterana.

 

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II. El amor como sostén

 

Fue el faro en mi tormenta, mi cimiento,

mi lienzo y mi pincel, musa secreta,

cuando el arte era ruina y desaliento,

ella tejía luz en cada grieta.

 

Sin ella no soy nadie, no respiro,

mi nombre es sombra si no está su aliento,

y todo lo que fui, lo que aún admiro,

se apoya en su callado fundamento.

 

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III. El temor del presente

 

Mas hoy la veo frágil, consumida,

vencida por el tiempo y la dolencia,

y temo que la pierda ya la vida,

que me deje a merced de la ausencia.

 

Y tengo miedo —dice con tristeza—

de ese mundo sin voz, sin su mirada,

oscuro, sin consuelo, sin certeza,

como una casa vieja, abandonada.

 

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IV. La voz del amigo (el poeta)

 

Y yo, su amigo, el que ha vivido al lado,

le dice con temblor y con firmeza:

soy poco de rezar, pero he rezado

por ti, por ella, y por su fortaleza.

 

Hacemos lo mejor que nos es dado,

lo mejor que sabemos, cada día.

El resto… queda en manos del cuidado

de Aquél que ve más allá de la agonía.

 

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V. La fe en la Providencia

 

Porque aunque duela, Dios da lo mejor,

y no puede ser de otra forma cierta.

Aun en la noche, hallamos su calor

como una lámpara que no está muerta.

 

No es el Cristo de espinas ni castigo,

ni el que clama perdón en la caída:

es Cristo de la Paz, Cristo amigo,

el que abraza el dolor, no lo castiga.

 

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VI. El misterio de haber sido feliz

 

Haber sido feliz… qué gran misterio,

volver al origen sin el pasado,

como un libro sin fin, sin cautiverio,

donde todo el dolor queda borrado.

 

Y si algo ha de quedar cuando ella parta,

será su voz guardada en mi memoria,

la luz que no se apaga y que comparto

como último destello de su historia.

 

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VII. La esperanza

 

De esta también saldrá —lo sé, lo juro—,

porque hay un pulso en ella que resiste,

una llama tenaz, un amor puro

que aún entre sombras arde y no desiste.

 

La fuerza y la fe vencen a la ciencia

cuando el alma se aferra a lo que ama,

cuando en vez de dolor hay resistencia

y el amor es hogar, escudo y llama.

 

No hay cura más profunda ni más cierta

que el querer de quien cuida y necesita,

que el alma que se inclina, y se reinventa

por quien da luz aún cuando se marchita.

 

Y mientras tú la ames, firme y presente,

y reces, aunque sea en voz callada,

será más que paciente: combatiente

de un Dios que da su paz en la mirada.



El libro completo está aquí 

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